jueves, febrero 19, 2009

James y Nora


Hay amores de todo tipo. Que encadenan...y que desencadenan. Que llenan de luz la vida, o la apagan en un instante. James Joyce, el maravilloso escritor, estaba loco. De esa locura de la que suelen hacer gala los genios. Conoció a Nora Barnacle, su mujer, en junio de 1904, en la calle. Y estuvieron juntos hasta que –literalmente- la muerte de él los separó, en 1941. Nora, chica buena, educada en convento a “lo monjas” quedó prendada de ese hombre misterioso y se escapó con él que, justamente, no tenía la menor intención de casarse con ella.
James, talentoso y cultivado, se enamoró de esa muchacha provinciana y católica, muy a pesar de su guerra abierta contra la Iglesia de Roma. Pero en amores, y en desamores, dos más dos no siempre es igual a cuatro. O uno más uno igual a dos. Que viene a ser lo mismo.
El amor de James y Nora fue loco. Sólo querían tenerse el uno al otro. Sin hijos, sin familia, sin amigos. Él y su amada Nora, liberal y artífice para cumplir todas sus fantasías sexuales. Pero no. El destino quiso hijos y tres hermanos de James viviendo con ellos. Todos ellos testigos del desborde pulsional que significaban sus escandalosas relaciones sexuales.
Nora, su Nora tan diferente, tan primitiva, tan poco culta a su lado, fue su musa a lo largo de casi toda su obra. Inspiradora de todos y cada uno de sus personajes femeninos. Ella, la misma que en la primer cita le desabrochó el pantalón para acariciar...su parte más masculina.
Joyce descubrirá en su amada alguien que accederá a todo cuanto se le antoje. Desde lo sexual hasta el exilio. Entre la cordura y la locura más desencadenada. El escritor y la chica con poca instrucción. Una conjunción perfecta, capaz de unir dos personajes tan diferentes pero idénticos a sí mismos.
La historia guarda las cartas de Joyce a Nora. Y las respuestas de Nora a Joyce. En todas ellas, un torrente de fantasías eróticas a las que la mujer accedió sin ponerse colorada: “A otros he dado mi orgullo y mi alegría. A ti, te doy mi pecado, mi locura, mi debilidad y mi tristeza”, le confesó. Vergüenza que Nora no sintió ni siquiera cuando su marido le pidió que defecara delante suyo...mientras él se masturbaba. “Obscenidades”, diría la sociedad. “Amor”, responderían ellos.
En el medio de encuentros y desencuentros, escenas de celos y feroces peleas, veintisiete años después de conocerse se casaron. Solamente por lo civil.
Joyce murió en 1941. Nora diez años después, luego de solucionar la herencia de deudas que le dejara su marido. Nunca más volvió a enamorarse. Por las noches, sólo el recuerdo de esas cartas amarillas era capaz de llevarla nuevamente a la lujuria vivida con aquel hombre, aquel loco, que llevó a ella misma hasta la mismísima locura sin retorno.

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