Estadio de Ferro. Agosto, creo, de 1983. Plena ebullición política por el inminente retorno de la democracia. Fui con Marcelo, mi ex marido. Y seguramente, los recuerdos son borrosos, amigos. Radicales y no tanto. Pero todos esperanzados de que un país diferente era posible. Un país donde los derechos humanos y la libertad no fueran una utopía. Me calcé la boina blanca y por primera vez participé de un acto partidario donde el orador no era otro que Raúl Alfonsín. Al grito de "Paso, paso, paso, llegó el alfonsinazo", empecé a creer que...podía ser. Y fue.
Los años pasaron, la vida transcurrió y en 1997 tuve la oportunidad de hacerle dos entrevistas. En la primera de ellas, con la frescura que me caracteriza -de la buena y de la otra también- le solté que siempre lo había amado. En la segunda, ya anunciada la Alianza, mis preguntas no le gustaron. Mirándome a los ojos, con el carisma del que hacía gala y la firmeza de gallego cabrón, me dijo: "Pero nena...hace un par de meses me dijiste que me amabas. Entonces...¿por qué me hacés ahora preguntas tan turras?". Yo le contesté: "Doctor. Soy periodista. Mi obligación es preguntar y su derecho es responder o no". Serio me espetó: "Y bueno...será así entonces. Me querés mucho pero...¡qué preguntas de mierda!". Terminamos los dos riéndonos y dándonos un abrazo que todavía recuerdo como uno de los más cálidos que recibí en mi vida.
Murió Alfonsín y todavía me cuesta creerlo. Pero me siento bien, porque la historia ya lo reconoció como uno de los políticos más honestos que tuvo este bendito país. Más honesto, más austero y más demócrata. Ojalá muchos aprendieran de él.